La vida espiritual se sostiene y despliega en la confianza de la fe. En la confianza propia de haber experimentado estar en buenas manos; de haber interiorizado de algún modo la primera Bienaventuranza: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”, y saber, con las certezas propias del corazón, que nuestra mayor riqueza es la confianza en Dios, y que ese, es nuestro verdadero tesoro. No se hace necesaria, entonces, otra seguridad.
Es la confianza que surge del amor recibido. “San Ignacio indica en sus escritos que, en el amado, queda confusión, cierta vergüenza por lo inmerecido (uno siente que le aman también en lo menos amable) pero, sobre todo, produce confianza, seguridad en el Otro, apego y un profundo compromiso” (R.Meana S.J.).
Al igual que el rosetón de una catedral está creado para ser contemplado desde el interior y solo desde ahí despliega todo su esplendor, el mundo ha de ser mirado con los ojos de su creador. Confiar desde la fe, nos abre al sentido que recoge el Principio y Fundamento: a compartir la forma de mirar de Dios y alcanzar la plenitud del mundo en nosotros y de nosotros en él.
En el evangelio se nos invita repetidamente a dar un paso de confianza: pasar el umbral de la catedral y ver el mundo con la mirada del Creador. Se nos invita a creer y confiar. En el pasaje de la resurrección de Lázaro, Jesús confronta a Marta en su fe: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto? Le dijo: Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo. (Juan 11:25-26).
Jesús no le pregunta si comprende. Le pregunta si cree. Marta, reconoce, así, a Jesús como ungido de Dios y comienza a abrirse al misterio de la resurrección. Su confianza y esperanza en Jesús trasciende, entonces, a la amistad humana.
Confiar desde la fe no mitiga el sufrimiento cuando llega, pero posibilita vivirlo a dos niveles: el propio del dolor inherente al ser humano, que surge, a veces, sin escapatoria ni explicación, pero que, tamizado por la confianza de la fe, habilita otro nivel más profundo: una onda larga en la que subyace la paz de fondo, que sustenta, que ayuda a hacer pie: a sufrir ordenadamente. La confianza es una gracia que brinda horizonte, y desde ella se hace posible “buscar y hallar a Dios en todas las cosas”. Es la confianza de poder vivir el sufrimiento, cuando llega, con quien nos acompañó en el dolor humano y superó la muerte.
Y es que, la vida no consiste en acertar: consiste en confiar.
Carlos Erviti,
Equipo Misión Espiritualidad CVX-E
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