El poder político como fetiche

Por Javier Martínez Baigorri, CVX en Pamplona.

Igualdad, fraternidad y libertad desde las cenizas del antiguo régimen, bien gracias a la guillotina o gracias a versiones de apariencia más civilizada como fue el parlamentarismo británico y el desarrollo de las ideas liberales, se desarrolló el estado liberal moderno, construido sobre el mito del ciudadano libre y el contrato social. Desde entonces, vivimos en la ficción de que la comunidad no es más que el resultado del contrato mediante el que los primeros, los ciudadanos individuales, cedemos soberanía en favor de la segunda, la comunidad, para permitir que nos garantice algunos servicios fundamentales, como es el orden público y la seguridad.

Esta falacia ha sido criticada por autores ilustres, como, por ejemplo, Marx quien veía en el estado liberal un instrumento al servicio del capitalismo, parte de una superestructura alienante; o, más recientemente, por parte de pensadores de primera línea que piden a gritos que volvamos a recuperar el espacio común, que pensemos, que gritemos, que reclamemos la vuelta a una concepción de lo común como algo mucho más grande y anterior al fruto de cualquier supuesto pacto social.

Detenernos en esta cuestión supone dos cosas: pensar, en primer lugar, la utilización que se hace del poder –convertido en un fetiche, que diría Dussel- cuando, en nombre de una colectividad, se hace un uso del mismo en favor de beneficios individuales y, en segundo lugar, pensar qué supone volver a trenzar lo común. Lo común como algo originario que precede a la vida de cualquier ser humano y no como un mero acuerdo en el que se ceden parte de las soberanías individuales a la colectividad para poder garantizar los derechos individuales de cada uno.

En esta entrada, abordaré la primera de las cuestiones y en una futura entrada, aunque no menos importante, abordaré la segunda. El punto de partida del tema de hoy, nos lo escribe Dussel:

«La corrupción originaria consiste en pretender ejercer el poder del otro (del otro ciudadano, o de la comunidad o de parte de ella) como poder propio: es el fetichismo del poder. El primer momento de su desarrollo consiste en torcer ese poder pretendidamente propio a favor de sí mismo: es el primer uso fetichista del poder. Toda otra corrupción es un nuevo desarrollo de esta corrupción»[1].*

Las democracias occidentales han crecido con la convicción de que la estructura de representación política sobre la que se han articulado, ejerce el poder de manera que se defienden los intereses de todos los individuos y no los intereses de una clase política dirigente. No es cuestión de hacer una enmienda total a todo nuestro sistema político, pero sí que podemos señalar cómo está envejeciendo mal. Podemos pasar por alto [¿realmente podemos?] dado que no tenemos mucho espacio, que desde el origen se consolidó una diferencia clara entre clases. La división de la sociedad en la revolución industrial y la masa obrera que padecía penuria y pobreza severa mostraron claramente cómo el poder político era un instrumento al servicio del poder económico. Fueron necesarias varias revoluciones, destacando la revolución rusa y un par de guerras mundiales para que en Europa se desarrollara el estado del bienestar y se viviera una prosperidad, de una manera amplia y transversal a toda la sociedad, como nunca antes se había soñado.

Sin embargo, el siglo XXI ha traído consigo, de la mano de un capitalismo financiero y global, un deterioro de la calidad de la democracia en los países occidentales. En mi opinión, esto tiene dos manifestaciones: la conversión del poder en un fetiche y la polarización de la política. No me cabe ninguna duda de que el fetichismo del poder es una realidad presente y patente en el ejercicio de la política -o más bien de la no política- que está en la base de la degradación de nuestras democracias: la pretensión de ejercer el poder del otro como poder propio.

Hace años que la desconexión entre la política y la ciudadanía es manifiesta y patente. Con motivo de la crisis de 2008, se gestó el germen de una supuesta nueva forma de hacer política que, desde movimientos y asambleas ciudadanas, se impulsaba al grito de “no nos representan”, a la vez que se clamaba por el cumplimiento de derechos sociales básicos como es el derecho a la vivienda y por respuestas a la tragedia que vivían muchas familias con las hipotecas. Se mostraba la desconexión entre los intereses de los partidos, sobre todo de los mandos y los problemas cotidianos de la población, fruto de una crisis que vino para quedarse y que seguimos sufriendo en una fase más avanzada.

Hace años que los partidos que vinieron a cambiar la política están presentes en las instituciones y vemos, atónitos, cómo han adquirido, si es que no venían ya con ello de serie, las maneras de hacer de la vieja política, a quien tanto detestaban. Hemos asistido a linchamientos públicos, escisiones, caída en la irrelevancia y toda una serie de intrigas dignas de la mejor serie de política. Lejos de cambiar la manera de hacer de los viejos partidos, se han sumado a una forma de hacer en la que el interés de los ciudadanos queda subsumido en una abstracción que no hay que confundir con lo común. Para ello se produce una apropiación del nombre colectivo, de tal modo que los intereses propios se escudan en «la gente», «el interés general», «los ciudadanos», «el pueblo», etc.

A pesar de haber nombrado a los “nuevos” partidos, no pretendo señalar a un partido concreto, ya que se trata de un hecho generalizado que adquiere diferentes formas según quién lo nombre. Cada expresión tiene diferentes intereses detrás, porque ese «interés propio», puede ser el interés de una casta o de un colectivo económicamente privilegiado, puede ser el interés de «los nuestros”.

Aún a riesgo de simplificar, todos hemos visto la imagen de políticos que han participado en la toma de decisiones provechosas para una empresa energética y a cuyo consejo de administración se suman al terminar su carrera política. ¿Cómo no preguntarnos qué intereses han primado en la toma de decisiones de ese político? ¿Ha ejercido el poder de otros como poder propio? Quizá el ejemplo sea algo simple o muy manido, pero no deja de ser un hecho normalizado e inquietante.

Estoy con Dussel en que, en nuestra democracia occidental, se ha fetichizado el poder y los partidos son estructuras endógenas que, en nombre del “bien común”, ejercen el poder en beneficio propio. No hay que ponerse drásticos y focalizar la responsabilidad solo en la negligente casta política que puebla las instituciones. Es parte intrínseca del sistema. El sistema, como ha pasado desde que nació, se adapta y evoluciona según sean las necesidades del modelo económico predominante. En este caso, el capitalismo en su versión financiera actual.

Como consecuencia de esta corrupción del sistema, ha aparecido el fenómeno de la polarización de la sociedad, algo que también estamos viviendo como algo naturalizado y normal. El hecho de corromper los principios de la política, termina socavando la democracia y nos pone en un ejercicio contra el otro, convertido en enemigo político. Cuando el discurso y la práctica política entra en esta dinámica, se produce una fuerte polarización. Me parece muy relevante lo que expone Dussel al respecto de convertir al otro en enemigo político:

«Pero si en el campo político alguien matara a su antagonista político porque lo considera un enemigo «total» (enemigo militar), entonces el campo político dejaría de ser político; se transformaría en un campo anti político o perversamente político: su acción sería algo distinto que propiamente una acción política»[2].

Aunque no estamos en una situación tan drástica, más bien propia de un régimen totalitario, sí que la polarización apunta en esa línea: «matar», es decir, anular la legitimidad política del contrincante que se convierte en un enemigo antes que un adversario político. Ese juego dialéctico, se traslada a la ciudadanía dando lugar al fenómeno de la polarización y es apuntalado en las tertulias políticas y medios de comunicación, así como las redes sociales y las comidas familiares.

Este fenómeno, como dice Dussel, conduce a la antipolítica y provoca el peligro de llegar a imposibilitar toda acción política. Llegando en un extremo a posibilitar el totalitarismo político. La fuerte polarización que sufrimos desde hace unos años tiene que preocuparnos en este respecto. Basta con ver la reacción de los seguidores de Trump o de Bolsonaro después de perder las elecciones o el auge de partidos de corte fascista y ultra derechista en Europa, los nacionalismos excluyentes, etc.

Frente a esta mala praxis, nos recuerda el Papa Francisco en Fratelli Tutti, que es posible y necesaria una buena política, que no es otra que aquella que «busca caminos de construcción de comunidades en los distintos niveles de la vida social, en orden a reequilibrar y reorientar la globalización para evitar sus efectos disgregantes». Aparece aquí una llamada a recuperar lo común y a construir una sociedad en común, donde la política esté puesta al servicio de la comunidad, donde los diferentes se encuentren en un diálogo que permita anteponer el bien del otro al interés personal propio. Se abre un tema sobre el que volveremos a pensar en otra entrada del blog: lo común.

Foto de portada de www.pixabay.com


[1] Enrique Dussel, Filosofía de la liberación, una antología, pág. 339.

[2] Filosofía de la liberación. Una antología. página 344.

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