El SILENCIO, AMOR que MIRA

El vigilar está a la orden del día. Estar atento, lúcido, es lo urgente. Y la acción surgirá espontánea, surgirá de la claridad interior. La reacción no brota de un estado de alerta, sino de la ceguera, de las fuerzas oscuras de nuestro inconsciente. Esto después estremece y asusta. Es una salida imprevista, como no discernida, no amada. Pero si uno vive al acecho, como en la garita, ojo avizor, nada le va a asustar. Alertas también cuando no se ve que asoma ningún riesgo. Es la manera de vivir al amparo de la Sabiduría íntima que nos defiende de cualquier asalto por sorpresa que venga a nosotros. Atentos, sí, al peligro que no se divisa todavía, como en guardia, con todo el cuidado uno anda ante lo que de ninguna manera ha percibido aún. Así, despejado, alerta, uno atraviesa los peligros, los riesgos, como si no fuesen tales peligros, como si no existiesen tales riesgos.
Puede dar la sensación de que todas las dificultades se rinden, se someten a la lucidez, se entregan en manos del Silencio que es Pura Atención. El Silencioso que no olvide esta condición lúcida ni el gesto vigilante, verá florecer en su corazón la firmeza y la estabilidad, libre de toda inquietud y sobresalto. No hay obstáculo que no pueda superar.
Cuando uno no está vigilante, el conflicto, el impulso ciego se adueña de nosotros, nos manipula apoderándose de las riendas. Y la dispersión deja sus huellas, echando raíces en nuestro terrritorio. Por eso el Silencio va a obrar enérgicamente, sin abandonar, sin desfallecer, sin desviarse de esa vigilancia. Los gérmenes de la distracción surgirán de nuevo si en lugar de estar como al acecho, nos dejamos adormecer y escapamos de la luz de la Sabiduría del corazón.
El Silencio nos redime del exilio, de la dispersión, y nos saca de ese destierro del allá afuera. Gracias a la Atención, a la Sabiduría interior, no naufragamos por más que nos veamos al borde del peligro o de la misma muerte.
José Fernández Moratiel, O.P.

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