Por Agustín Domingo Moratalla. Catedrático de Filosofía Moral y Política. Universidad de Valencia
La revolución de la información
Hace unos años, Luciano Floridi describió el nuevo universo digital con el nombre de Infosfera. Lo utilizó para mostrar la centralidad de las tecnologías de la información y la digitalización en la nueva imagen del mundo. No se trata solo de una imagen con la que perfilar la nueva cosmovisión, sino el nacimiento de un nuevo imaginario cultural que condicionará nuestra forma de pensar, de relacionarnos y de orientar nuestras decisiones cotidianas. Además de imaginar nuestra vida desde la geosfera, la hidrosfera, la biosfera y el conjunto de gases que conforman la atmósfera, este filósofo nos advierte que nuestro futuro dependerá de la gestión, administración y producción de la información. A su juicio nos encontramos con ello, y de lleno, en la cuarta revolución industrial.
A diferencia de las anteriores revoluciones que cambiaron nuestra relación con la tierra o la naturaleza, con las personas que tenemos a nuestro lado y con las creencias que nos iban alimentando espiritualmente, la nueva revolución afectará directamente a los modos de entender la inteligencia. No sólo a los modos de pensar, sentir o actuar, sino a los modos de estar y ser en el mundo. No sólo a los modos de leer externamente el mundo, sino de leer desde dentro el mundo, que eso es lo que significa inteligencia, intus-legere. De hecho, esta cuarta revolución parece orientada por uno de los conceptos talismán que describen el tema de nuestro tiempo: la Inteligencia Artificial (IA). Digo “concepto talismán” o de gran éxito comercial, porque todos lo utilizamos sin pararnos a pensar en serio lo que estamos diciendo, como si la verdadera inteligencia humana no perteneciera a nuestra propia naturaleza, sino que tuviera que ser artificialmente construida. Sin darnos cuenta la IA se ha convertido en el tema y el mito de nuestro tiempo.
El mito de la inteligencia artificial
Este concepto no sólo está desempeñando un papel central para describir los procesos culturales, sino que arrastra y anula nuestra capacidad de juicio. En lugar de hacernos más reflexivos o inteligentes (intus-legere), es decir, menos epidérmicos, tiene todas las cualidades para convertirse en el nuevo mito de nuestro tiempo. En lugar de preocuparnos por el estudio y desarrollo de la inteligencia natural humana (IN), nos centramos en esta dimensión técnica y artificial del conocimiento humano (IA). Incluso llegamos a plantearnos la relación que puede existir entre este seductor concepto de IA y la dimensión religiosa de la vida. En lugar de prestarle más atención al discernimiento con la IN, nos dejamos seducir por los fogonazos de la IA y nos planteamos las posibilidades de tender puentes entre la IA y la vida religiosa, en un nuevo campo que llegamos describir como inteligencia espiritual (IE) que necesariamente reclamará una Ciberteología.
Como hicimos en las anteriores revoluciones industriales, en esta cuarta revolución industrial también tendremos que revisar el concepto de inteligencia con el trabajamos. Parece claro cuando olvidamos la IN y seguimos la música de los nuevos flautistas de Hamelín que llegan con las embriagadoras melodías de la IA. Parece más claro todavía cuando observamos la presencia de la IA en nuestras vidas. No tenemos que irnos muy lejos, porque desde la versatilidad del teléfono móvil hasta la gestión de las historias clínicas de los servicios sanitarios, la IA está cambiando nuestras vidas, por dentro y por fuera.
Como educadores, los nuevos procesos de innovación y creatividad están directamente relacionados con la IA, se trata de adquirir competencias digitales, potenciar las Ciencias, las Tecnologías, la Economía y las Matemáticas (llamadas STEM). En lugar de promover una educación que facilite la capacidad de juicio, el discernimiento y todos los potenciales pendientes de la inteligencia natural, hacemos depender todo el sistema del frenesí y la aceleración digital. En lugar de profundizar en el significado del humanismo integral de nuestra tradición nos dejamos llegar por el humanismo digital. Quizá haya llegado el momento de cuestionar el frenesí y la aceleración digital en el que estamos instalados.
El frenesí del mundo digital
Hace unos años Eric Sadin describió la IA como “el desafío del siglo” y utilizó el término “frenesí” para describir el ritmo o tempo que las tecnologías digitales estaban imprimiendo a nuestras vidas. Recordemos que el término frenesí describe la exaltación violenta de una pasión o sentimiento, como si la llegada del universo digital nos hubiera vuelto locos, como si todo el universo digital nos llevase hacia el delirio permanente. Ni siquiera las aulas, las comidas o las parroquias están exentas de esta locura. La bendición de las pizarras digitales facilita la conexión permanente y continua para todos los aprendizajes. La bendición del Google, Amazon, Facebook o Apple transforma las sobremesas familiares. La bendición de la liturgia digitalizada hace que regresemos al móvil en la parroquia para seguir lecturas, cánticos y celebración. En lugar de plantear la innovación en términos reflexivos, se plantea la innovación como digitalización y frenesí colectivo que genera dependencia con dispositivos, redes y conexiones.
El propio Sadín afirma que estas tecnologías digitales dan ritmo a la época, dictan el tempo de nuestras vidas, nos obligan a utilizar un vocabulario de carácter bélico para describir la innovación como “disrupción” y señalan las nuevas herramientas como “tecnologías de ruptura”. Este frenesí: “…vuelve marginal el tiempo humano de la comprensión y de la reflexión, privando a los individuos y a las sociedades de su derecho a evaluar los fenómenos y de dar testimonio (o no) de su consentimiento, en síntesis, de su derecho a decidir libremente el curso de sus destinos.” (Sadin, 2021: 24).
Aceleración y movilidad sin tradición
Estos delirios propios del universo digital también son descritos en términos de aceleración permanente. Precisamente en términos de aceleración el filósofo alemán Hartmut Rosa realiza el diagnóstico de nuestro tiempo. Lo hace mostrando la continuidad de sus reflexiones con una ética de la responsabilidad que durante los últimos siglos ha plantado cara a la deshumanización de las relaciones sociales. Además de instrumentalizar o dominar la naturaleza, hay una racionalidad moderna que facilita la ruptura con nosotros mismos y las fuentes de nuestra vida moral. Una racionalidad que nos impide una relación auténtica con el mundo porque genera alienación (Marx), desencanta las relaciones sociales (Weber), cosifica la vida (Lukacs), entorpece el acceso a las fuentes del sentido (Taylor), y disuelve los vínculos sólidos en instantes líquidos (Baumann).
Al fijarse en el concepto de aceleración, incide en la importancia de la movilidad como categoría propia de la sociedad liberal. Recordemos que otros filósofos como Michael Walzer habían señalado que no se trata solo de una movilidad física o geográfica sino de una movilidad social, familiar e ideológica. La aceleración agrava este proceso de pérdida de lugares referenciales en el mundo, de movilización radical impidiendo reconocer la dimensión existencial, ética y cultural de la tradición. En su crítica a la racionalidad moderna, Rosa afirma lo siguiente:
“La modernidad toma su punto de partida, precisamente, de este sentimiento existencial: está ligada a él de un modo irremediable. El hombre moderno se fuerza a encontrar una nueva patria, escogida por y para sí mismo. Desde la perspectiva de la teoría social ello conduce a una dinamización de nuestra relación con el mundo nunca vista. La modernización no es nada más que el sempiterno correr para poner en movimiento nuestro entorno material, social y espiritual. La modernización es movilización: a través de la aceleración técnica del transporte, las comunicaciones y el tráfico, a través de la aceleración del cambio social como consecuencia de la disolución consciente de las tradiciones y las convenciones, y a través del incesante incremento de nuestro ritmo de vida nos hemos ocupado de que los espacios, las cosas y las personas que constituyen nuestro entorno y definen el mundo en el que vivimos se transformen a intervalos cada vez más cortos. La aceleración social transforma, así, de una manera fundamental cómo nos ubicamos en el mundo, porque determina la transformación de nuestras relaciones con el espacio, las cosas y las personas y, por lo tanto, con nosotros mismos. La movilidad no significa, por lo tanto, ser sólo capaces de movernos por el espacio, sino también movimiento espiritual y social y laboral, etc.” (Rosa, 2019: 118)
La transformación del horizonte educativo
En algún momento, este frenesí de la digitalización y esta aceleración de los procesos tendrá que ser pensada en un horizonte educativo. No podemos realizar programaciones en la escuela o planificar la educación de nuestros hijos sin plantear las oportunidades y riesgos del universo digital. Para evitar planteamientos simplistas que nos obliguen a optar dilemáticamente entre “apocalípticos” (vamos hacia el precipicio) e “integrados” (es la hora de acomodarse), es importante transformar nuestro horizonte educativo estableciendo algunas prioridades. Entre otras, como he señalado en algunos trabajos recientes (2013, 2021) me atrevo a señalar las más urgentes:
a.- Atención y discernimiento. Revisar el papel que la atención y el discernimiento tienen en nuestras prácticas profesionales. La revolución de las pantallas que ha llegado al mundo educativo y familiar se ha olvidado de una antropología de atención y la voluntad. El didactismo y el reformismo educativo se han desentendido de las bases antropológicas de la educación.
b.- Tradición y autoridad. Cada vez es menos habitual que en los centros educativos y las familias se hable de humanismo integral o de humanismo cristiano. Hay miedo que el humanismo “integral” se identifique con el humanismo rancio e “integrista” de tiempos pasados sin caer en la cuenta del papel combativo que tiene en la vida de la Iglesia. Al desentenderse del humanismo integral, los educadores también se están olvidando de la tradición en la que se reconocen, esto es, en el personalismo comunitario que Mounier y Maritain arrancaron en los años treinta del pasado siglo, en las éticas del desarrollo que emergen cuando Pablo VI exige a las NN.UU. un desarrollo “integral” de los pueblos, y la recuperación de una “ecología integral” desde la óptica de la fraternidad, como Francisco hace en Laudato Sí y Fratelli Tutti.
En esta tradición también hay una reivindicación liberadora de la autoridad, es decir, una reivindicación de la función capacitadora de la autoridad educativa en contextos sociales volátiles, inciertos, complejos y ambiguos (en ética lo llamamos entornos VUCA). Incluso una reconstrucción del valor de la autoridad en términos de liderazgo generativo para unos contextos educativos también caracterizador por la fragilidad, la ansiedad, la no linealidad y la presencia de lo incomprensible (en ética lo llamamos entornos BUCA).
c.- Desconexión y deliberación. Hace unos años en un curso de la UIMP se me ocurrió decir que la educación del futuro debería estar ligada a la desconexión digital y a la lectura comprensiva que promueve la deliberación moral. Incluso llegué a formular una máxima: “Me desconecto, luego existo”. En el curso también participaba el profesor Catela y me dijo que utilizaría esa máxima para su próximo libro porque le parecía provocativa y sugerente (Catela, 2018). Después del Covid-19 los educadores hemos comprendido la importancia de tener buenas conexiones y estar bien conectados, ya no nos conformamos con cualquier conexión. También buscamos conexiones humanas de calidad, no despreciamos el valor del silencio y estamos convencidos de que la interioridad apasionada de la educación está por descubrir. Una interioridad apasionada y samaritana cada día más importante pero que, de momento, tendrá que ser descrita en otra ocasión.
Referencias
Catela, Isidro; (2018)
Me desconecto, luego existo. Propuestas para sobrevivir a la adicción digital. Encuentro, Madrid.
Domingo, Agustín;
– (2013); Educación y redes sociales. La autoridad de educar en la era digital. Encuentro, Madrid.
– (2021); Del hombre carnal al hombre digital. Tell, Zaragoza.
Rosa, Hartmut, (2019);
Remedio a la acleración. Ensayos sobre la resonancia. Ned ediciones, Barcelona.
Sadin, Eric, (2021);
La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical. Caja Negra, Buenos Aires.
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