La democracia en busca de la palabra

Por Sebastián Mora Rosado

Universidad Pontificia Comillas

Se acumulan acontecimientos más que suficientes para experimentar que vivimos en un mundo desnortado y desbocado.  Los marcos tradicionales de legitimidad de los juicios políticos parecen haberse erosionado hasta el extremo. El ascenso de los llamados populismos y el incumplimiento sistemático de los acuerdos internacionales, entre otros ejemplos, lo muestran con claridad. Resulta paradigmático en estos días como el derecho internacional humanitario está siendo pisoteado en Gaza de manera reiterada y no es posible alcanzar un acuerdo internacional para lograr una asistencia humanitaria en un conflicto complejo y cruento.

La ansiada profundización democrática en el marco internacional y en los diferentes Estados parece difuminarse. La democracia está herida de gravedad, a nivel estatal e internacional, y es preocupante el ascenso de propuestas antidemocráticas presentadas sin ningún rubor y aceptadas por la ciudadanía con normalidad. Algunas de estas propuestas son muy directas, groseras y evidentes. Planteamientos xenófobos y racistas con retóricas supremacistas que trivializan el carácter dictatorial de gobiernos del pasado. Otros discursos legitiman una meritocracia extrema que orilla y descarta a las personas y los colectivos más frágiles. Algunas argumentaciones políticas aceptan y promocionan de manera explícita la desigualdad por el hecho de pertenecer a otra nación, ser de una orientación sexual o de género diversa o ser creyente de una confesión religiosa minoritaria.

Hay otras corrientes subterráneas que son más silenciosas, pero que muestran los síntomas de la debilidad democrática. Por ejemplo, los llamamientos, cada vez más frecuentes, a una democracia elitista o a una democracia de los expertos. Estamos, sin darnos cuenta, cayendo en una forma de democracia sigilosa gestionada por élites económicas y sociales, o por los representantes de un conocimiento experto, aunque no sean elegidos por el pueblo. Incluso la democracia digital que mediante inteligencia artificial y el filtrado de datos (BigData) de un volumen inmenso, a una velocidad inimaginable y de una variedad inconcebible plantea las decisiones de manera automática. El pueblo está quedando al margen de la democracia y la democracia parece vivir de espaldas al pueblo.

La “tercera ola” de democratización, analizada por Huntington, que se desplegó entre 1971 y 1991 ha decaído considerablemente en los últimos años. Según Democracy Index 2021, menos de la mitad de la población del planeta –cerca del 45%– vive en algún tipo de democracia y estos datos son los peores desde que el índice se comenzó a publicar hace quince años. Se constata la estabilidad y, en algunos casos, una revitalización de regímenes dictatoriales o autoritarios en todos los continentes. Según un estudio de la OCDE, 4 de cada 10 personas (41,4%) no confían en su Gobierno, casi el 60% desconfía de sus parlamentos, solo un cuarto de la población confía en los partidos políticos (24,5%) y menos de un tercio de los encuestados sienten que el sistema político en su país les permite tener influencia en la toma de decisiones de gobierno. La democracia esta herida por el ascenso del autoritarismo -explícito o blando-, por la falta de confianza del pueblo (demos) y por la quiebra de legitimidad institucional, entre otras razones.

En este contexto, las salidas a esta situación son muy complejas, pero nunca las encontraremos sin una ciudadanía comprometida con y en la conversación cívica. La conversación es un arte que se despliega como competencia cívica y apelación ética. La conversación cívica es una capacidad social y una virtud ética. Requiere de condiciones de posibilidad comunitarias y de altura de miras morales. En la conversación, eso tan humano y tan ausente, se acogen con hospitalidad las diferencias y se exponen con rigor las convicciones. El arte cívico de la conversación nos aleja de los desencuentros sin argumentos, de las afirmaciones sin pruebas y de las imágenes sin mensaje.  

Necesitamos artesanos de la palabra que sepan generar las condiciones sociales para la conversación. No podemos contentarnos con una esfera pública vencida por la energía de los temperamentos sobre la calidad de los argumentos. Vivimos bajo una suerte de “ansiedad colectiva” (Innerarity) que confunde cordura con debilidad y diálogo con pérdida de convicciones. No podemos dejar de creer en la energía transformadora que tienen la palabra compartida en la conversación cívica. Debemos huir de los monólogos que reafirman una posición cerrando el camino a posibles e inéditas propuestas y tratar de entender el punto de vista del otro (cfr. FT, 203). Esto no significa caer en los brazos de falsos consensos sino de proponer nuestra cosmovisión de manera fraternal, a pesar de los ineludibles disensos.

En el caso español, desde las pasadas elecciones de julio, vivimos en un vaivén de acusaciones, menosprecios, insultos y descalificaciones. No hay espacio para la conversación cívica, el diálogo y la deliberación en el espacio público. Esta situación se amplía incluso al espacio privado, a las relaciones familiares y profesionales, en las cuales el desencuentro afecta a las relaciones más próximas e incluso íntimas. Antes de sentarnos a dialogar ya tenemos todas las respuestas, todas las acusaciones y todas las descalificaciones preparadas. Nos unimos en bandas y tribus en las que no caben las escalas de grises. O formamos parte del ejercito de salvación del estado o somos parte de los comandos de destrucción.

Sin duda, la responsabilidad de los diversos gobiernos, la especial necesidad de unas instituciones públicas que funcionen con profesionalidad y compromiso o el rigor de los medios de comunicación con la realidad son condiciones necesarias para fortalecer la democracia. Ahora bien, los ciudadanos y ciudadanas no podemos eludir nuestro deber democrático al uso de la palabra en público, generando condiciones para la deliberación pública, eludiendo los desencuentros y potenciando espacios para el diálogo.

El conflicto y los desencuentros se instalan en nuestra vida social y política de manera permanente. Caminamos entre desencuentros y conflictos de manera constante en la vida pública. Cada día se hace más patente la falta de espacios para el diálogo, para el encuentro y la deliberación. En Frateli Tutti el Papa Francisco afirma que el “diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podamos darnos cuenta” (FT, 198). Necesitamos procesos de dialogo para poder vivir mejor. Es tiempo de la ciudadanía, es el momento de una auténtica educación ciudadana –paideia cívica- que dinamice nuestra ajada sociedad civil.

En esta “democracia en busca de la palabra” la Iglesia tiene que estar comprometida radicalmente en el fortalecimiento de los hábitos ciudadanos. Profundizar en el discipulado cristiano significa ahondar en la ciudadanía responsable. La ciudad de Dios no se construye al margen de la ciudad de los hombres y mujeres. Los diversos espacios eclesiales deben constituirse en verdaderos laboratorios sociales para “integrar, dialogar y construir” (Papa Francisco). Para la Iglesia, como decía Pablo VI en la encíclica “Ecclesiam suam”, el diálogo es una dimensión inherente a su misión que “caracteriza nuestro oficio apostólico” (ES, 34). En su relación con el mundo, “la Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio” (ES, 34). Al mismo tiempo, en su desarrollo interno la Iglesia es sinodalidad, que “construye camino juntos” en escucha, diálogo y discernimiento.

Sin embargo, con pesar vemos como la Iglesia muchas veces no se “hace coloquio” y “palabra” en el mundo que le toca vivir. Esa palabra ansiada, a veces, se torna dardo envenenado, condena visceral y espacio de división. Los cristianos y las cristianas estamos llamados, desde nuestras comunidades y nuestros compromisos en el mundo y por el mundo a ser palabra, diálogo y encuentro. Nunca ha sido tan necesario generar laboratorios de encuentro para que nos sirvan como guía en los laberintos de la vida pública. En esta búsqueda de la palabra en la Iglesia nos tenemos que poner en modo discernimiento para palpar “a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio” (cfr: GS, n. 4).

Imagen de portada de rawpixel.com en Freepik.

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2 Comentarios

  1. Gerardo Molpeceres / CVX en Zaragoza

    Comparto completamente la gravedad de la situación. Es un derecho y un deber favorecer el diálogo y el encuentro. La diversidad que hay en la Iglesia y en nuestra propia Comunidad son un potencial que podemos aprovechar. Subrayo tus últimas palabras: “ponernos en modo discernimiento” para encontrar el camino que favorezca el tesoro del diálogo y la escucha.

    Gracias por decirlo tan claro.

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  2. Peter

    No sé pq tenemos que irnos a Gaza para ver qué la democracia está siendo pisoteada.
    Basta con mirar a nuestro alrededor

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