Por Pablo Martín Ibáñez
«La edad media de emancipación de los jóvenes españoles hoy supera los 30 años» es un titular que nos trajo el diario El País en el mes de agosto de este mismo año 2023 y que luego se ha repetido en otros medios. 30 años es más de un tercio de la vida media de cualquier español, que se encuentra en el entorno de los 82 años. Huelga decir que para que la media sea esa, habrán de existir necesariamente personas que superan esa edad. Si, además, como explica el artículo, este número ha ido en ascenso en los últimos años también quiere decir que hay cada vez más personas por encima de ese umbral. Nada nuevo, por otro lado.
Estamos hablando de que en España hoy los jóvenes no se ven con un suelo lo bastante firme como para salir de la casa paterna y comenzar su vida independiente. Esto, que puede parecer simplemente anecdótico, configura de manera radical el desarrollo de un país. La emancipación de los progenitores es, desde el principio de los tiempos, un símbolo de avance en la propia sociedad que ve cómo sus miembros más enérgicos, con ideas más innovadoras y capacidad para llevarlas a cabo se ven impedidos o, al menos, atrasan el comienzo de su andadura y la generación de nuevas familias, empresas y proyectos que podrán legar a la siguiente generación. En épocas pretéritas, esto se motivaba desde la propia sociedad con liturgias que explicitaban el paso a la edad adulta, a la socialización adulta, a la toma de responsabilidades. Un proceso que era bueno para el conjunto de la sociedad y, para las distintas familias, una oportunidad para mejorar su estatus mediante la unión de sus hijos con los hijos de otras familias, etc.
Puede parecer prosaico, pero la emancipación del espécimen joven ha sido el gran y natural motor de desarrollo de la humanidad. Fuera del entorno paternofilial, el ser humano se ve en la necesidad de hacer memoria de lo aprendido y poner en marcha su ingenio. Alejado del ala protectora de la familia, el individuo no tiene más remedio que poner sus capacidades a funcionar creativamente para resolver sus propios retos y enigmas. El niño se hace adulto y se prepara para liderar su propia comunidad.
El aparato está gripado
Hoy esta natural rueda se ha roto. La sociedad, de algún modo, ha renunciado a acompañar a los jóvenes hacia la edad adulta. El aparato está gripado. Y esto tiene consecuencias de enorme calado que estamos ahora empezando a conocer. Hemos cambiado el empujón de la madre para saltar del nido por llevar en brazos y de la mano a los jóvenes hasta el destino que, en multitud de ocasiones, han elegido otros. Y eso no es acompañar. He escuchado en multitud de ocasiones el argumento «a mis padres no le hace gracia» para no tomar una decisión: empezar una relación, elegir una carrera, salir de casa o escoger un trabajo. Gente bien entrada en la veintena que, incapaz de enfrentarse (en el mejor sentido de la palabra) a las decisiones de sus mayores, termina eligiendo el camino sencillo. Es decir, negándose a ser adulto. Tampoco es algo explícitamente nuevo. Siempre ha ocurrido de alguna manera. Pero habiendo llegado a la sociedad de mayores libertades individuales de la historia, es difícilmente explicable esta situación.
Si matar al padre ha dejado de ser uno de los leitmotiv de un joven es que hay algo que anda roto. Toda una generación anestesiada por el miedo a su futuro, al qué dirán sus coetáneos, a la incertidumbre, a que te cancelen en Twitter (ahora X) y a no a ir al Sonorama cada verano. Porque matar al padre es la conditio sine qua non que permite la reconciliación. Porque para poder valorar el hogar, Ulises se tuvo que marchar de él. Y no porque, como en el caso de Freud, el padre sea una figura autoritaria o represiva, sino porque hacerlo es el paso previo y necesario para conocer esa autoridad que, algún día, todos aspiramos a poseer y a ejercer.
Es necesaria, entonces, la violencia; no la literal, naturalmente, pero sí, al menos, la interior. Porque el instinto de protección de los mayores ha de contraponerse al instinto de riesgo de los jóvenes. Y es bueno. La propia naturaleza de las relaciones hace que salir de casa sea un trauma para los padres y una enorme incertidumbre para los hijos. Y, entrando en un círculo virtuoso, también un orgullo para los primeros y un lienzo lleno de posibilidades para los segundos.
Autoridad, autoría y autonomía
El ejercicio de la autoridad, o sea, de la toma de riendas de nuestra vida, requiere de la autoría (la capacidad de diferenciar lo propio de lo homogéneo) y de la autonomía (de hacerlo con las herramientas propias), con perdón por la aliteración. O, por decirlo de otra manera, para poder ser autónomos, los seres humanos debemos apropiarnos de la autoridad. Y la autoridad no deja de ser esa antorcha que recogemos de los mayores para poder pasarla algún día renovada (añadiendo una marca de autor), pero intacta (en sus virtudes). Recibimos a los Chunguitos de nuestros padres y lo pasamos por el filtro de la época y nuestro sello para darle a nuestros hijos un C. Tangana con el que ellos puedan trabajar. Algo así.
Como digo, la propia inercia infantilizadora de nuestros días tiene una correlación directa con las derivas de nuestra sociedad. No es casualidad que, en los últimos ocho años, nos hayamos enfrentado a cinco periodos de elecciones generales. Ni que vayamos a escándalo político semanal sin ninguna respuesta reseñable. Ni que, siendo incapaces de ejercer la autonomía y, por tanto, la autoridad (sobre nuestra propia vida, como mínimo), terminemos por ver a multitud de jóvenes renunciando a la autoría de su vida, sumidos en depresión, ansiedad y otras dolencias de índole psicológica o, en el peor de los casos, psiquiátricas. Así, en España, y como es sabido por todos, la principal muerte entre jóvenes entre 25 y 30 años es el suicidio.
Tomar las riendas
Claro que podríamos culpar a las condiciones socioeconómicas (que tienen su parte de explicación, como no puede ser de otra manera) o a la sociedad represiva. Pero entonces deberíamos ver datos similares o mayores en lugares materialmente más pobres o socialmente más conservadores o coercitivos que el nuestro. Y no es el caso. Porque, de fondo, y no desvelamos nada, la crisis es espiritual, interna, de falta de horizontes.
Tampoco, en última instancia, es responsabilidad de los mayores espolear a los jóvenes. Es la propia juventud la que debe ponerse en marcha. A pesar de la licuefacción de los valores, el siglo XXI nos permite acudir a otras fuentes de la tradición, a las que aferrarnos cuando el resto solo fluye o se desvanece: comunidad, esfuerzo y apoyo mutuo; familia, raíces, vínculos; valentía, honradez y trascendencia. Ahí están los libros de filosofía, de historia y la literatura para acercarnos a otras perspectivas. Y, por supuesto, la técnica, la tecnología y la realidad sociomaterial nos da la capacidad de ejercer la creatividad como nunca.
Quizá, precisamente, estos nuevos tiempos de mayor escasez sirvan para espolear la creatividad. No hace falta dinero (ni el propio ni el de los padres, O, al menos, no sólo), sino ganas de crear. Porque capacidad tenemos, pero falta algo de valentía. Los jóvenes hoy no somos víctimas, a pesar de las circunstancias. Y ya es momento de dejar de actuar como tales.
Foto de portada de Pixabay
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Totalmente de acuerdo. Artículo bien expuesto, razonado y entrando, sin “precauciones” en las razones por las que muchos jóvenes de hoy tardan mucho (o no lo hacen) en “matar al padre”.
Gracias
Es también propio de nuestra época culpar a las víctimas de lo que les pasa, porque ya se sabe que “si no te va bien es que no te esfuerzas lo suficiente”. Lo malo es que no sepamos sino “ofrecer soluciones individuales a los problemas colectivos” (Z.Bauman) y creo que es peor aún que lo hagamos nosotros, los seguidores de Cristo.