“Mis miradas y las miradas de Jesús”

Partimos de “La confianza básica”, sobre cómo los primeros amores recibidos: el cariño, la protección, la afirmación y el reconocimiento… generan la confianza básica para comenzar nuestro segundo nacimiento en relación con los “otros”. El camino hacia la madurez humana dura toda la vida, es el largo proceso de descubrir quiénes somos para salir de nosotros y entrar en relación con los demás. Somos personas que podemos amar y dar vida a los que nos rodean; nos desarrollamos como seres humanos: física, psíquica, afectiva, emocional y espiritualmente gracias a las relaciones humanas que los “otros” nos ofrecen.


En la Primera Carta de Juan se nos dice: “Dios nos amó primero” (1ª Jn 4, 19). En la medida que experimentamos este Amor, recibimos el amor de las personas y desde esta experiencia aprendemos poco a poco a dar y responder a ese amor. Sin embargo, a la vez que somos seres en relación y buscamos la posibilidad de crear vínculos porque nos necesitamos para crecer y desarrollarnos como seres humanos, ya desde pequeños podemos encontrarnos separados de nosotros mismos pues nuestros vínculos pueden no estar exentos de dolor.


Podemos sentir al DIOS QUE MIRA MAL desde nuestra subjetividad: “Entonces el siervo le dijo: Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo, fui y escondí en tierra tu talento” (Mt 25, 24). Pero muy al contrario de este sentir, Dios está ahí esperándonos siempre, con los brazos abiertos y el corazón dolorido.


Podemos sentir al DIOS DE LA OTRA MIRADA: “Tu eres mi lámpara, el Dios que alumbra mis tinieblas” (Salmo 18, 29). Dios es bueno y lleno de misericordia. Su proyecto para la humanidad es de esperanza, jamás de condena. Y el pecado, el desamor le golpea profundamente.


Nuestra mirada interior dice mucho de nosotros mismos. Miramos y nos dejamos mirar; en ocasiones no es fácil mirar al otro, ni mantener la mirada con la del otro por mucho tiempo; mucho menos aún mantener la mirada hacia muestro propio interior. Cuando perdemos la mirada interior hacia nosotros mismos, la mirada interior de nuestra vida, de lo que hacemos, de lo que nos ilusiona, de nuestros deseos más íntimos, terminamos desconociéndonos, arrinconándonos, incluso psíquicamente, por el daño que nos ocasionamos en lo más íntimo. No acogemos lo que vivimos ni lo que nos puede proporcionar más plenitud de vida. Nos desgastamos inútilmente, auto engañándonos y pensando que lo que no vemos no existe; que lo que tapamos se desvanecerá, siguiendo en un autoengaño permanente, dándonos falsas razones para vivir más tranquilamente. Con el tiempo podremos sentirnos encarcelados y encerrados, preguntándonos ¿qué está pasando si todo iba bien? Claro, la verdad es que nada iba bien. Vivíamos en un espejismo de nuestra realidad, en un deseo de huida para no enfrentarnos a nuestra verdad interior. Hay momentos en la vida de cada uno en los que aparece un desvanecimiento (todos los hemos pasado o los pasaremos, no hay excepciones).

Perdemos el sentido de nuestra vida o de lo que hemos estado haciendo hasta ese momento. Sucede porque nuestra vida va cambiando y se expresa de diferentes modos, en diferentes situaciones y con diferentes necesidades; Pueden aparecer malestares llevaderos y malestares muy profundos de identidad, de no ver el camino a seguir, de ciertas pasividades bien por edad, enfermedad o por servicios que hemos de ir dejando… Son pasividades en las que la única salida es recogerlas con nuestras propias manos, verlas, mirarlas, contemplarlas en toda su magnitud y entregárselas al Señor para que con su gracia las acoja y las transforme dándoles una vida nueva.


Los “otros” son quienes nos señalan quiénes somos. En ellos podemos reconocernos como en un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen. Podemos aceptarla y podemos rechazarla. Pero son los “otros” quiénes nos muestran nuestro propio modo de ser, de estar, de pensar y sentir, de relacionarnos y de mirar. Junto a miradas de cariño y compasión, de ternura, confidenciales y alentadoras… podemos sorprendernos con otras de desprecio, dominio o indiferencia. ¡Aprender a mirar es un ejercicio imprescindible en la vida! Como creyentes deseamos aprender a mirar como Jesús, cómo miraba su entorno, cómo miraba a los que se encontraban con él, cómo nos mira a nosotros.


Veo, pero no miro. Entonces podemos preguntarnos cómo son nuestras miradas, mis miradas y cómo son las miradas de Jesús. Podemos caer en la cuenta de cómo uso mis ojos, cómo miran, qué miran, a quienes miran, cómo me miran a mí mismo y cómo miran a los demás. Podemos seguir preguntándonos: ¿Dónde estás? ¿Dónde te puedo encontrar? ¿Será que mi vista se queda en la superficie? ¿Cómo llegar a lo profundo? Necesitamos ese cruce de miradas que nos clarifican. En la mirada de Cristo, del “Otro”, se percibe la profundidad de un Amor eterno que toca las raíces más profundas de nuestro ser. Si descubro sobre mí esa mirada de Dios veré que me contempla con los ojos tiernos del Padre esperanzado, que ve antes las oportunidades que las caídas. Descubriré su llamada y veré que antes que una vara para golpearme, me tiende sus brazos una y otra vez para reconstruirme y reconstruir con Él.

Podemos observar diferentes miradas de Jesús para ir adquiriendo sus actitudes y sentimientos; su modo de ver la vida y de tratar a los demás; sus preferencias… Dios nos mira como seres amados. Nos invita a mirarnos y a mirar a los “otros” como hermanos, con el corazón:

  • La mirada al joven rico: una mirada de cariño perdida.
  • La mirada a Zaqueo: una mirada aceptada.
  • La mirada a la creación y a la naturaleza: una mirada de sabiduría y de cuidado.
  • La mirada hacia los mercaderes en el templo: una mirada airada.
  • La mirada a los que no son bien vistos por otros, la pecadora perdonada (Lc 7, 44): “Y
    volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Cuando entré en tu casa,
    no me diste agua para lavarme los pies; ella me los ha bañado en lágrimas y los ha
    secado con su cabello”.
  • La mirada a personas sencillas: observó a una viuda que echaba todo lo que tenía (Lc 21, 1-2): “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado más que todos”.
  • La mirada a personas enfermas (Lc, 13, 12): “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”.
  • La mirada a Pedro (Lc 22, 61-62): “Pedro recordó lo que le había dicho el Señor y él le
    contestó que no le negaría”. Salió afuera y lloró amargamente.
  • La mirada desde la Cruz…
    Puedo “Sentir y gustar” cómo me ha tocado Dios con su mirada y cómo me ha dejado ese sentir.

Isabel Muruzábal – Equipo Misión Espiritualidad CVX-E

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