Mujeres de heridas luminosas (Jn. 20, 1.11.14-16)

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice:

«¡Rabbuní!», que significa: «¡Maestro!»

 

Mis tardes del martes tienen siempre un tiempo santo, es el que coincide con mis visitas al Hospital de Día de Hematología del Virgen del Rocío.

Allá voy para un ratito, que es el tiempo que tarda la enfermera en ponerme una dosis personalizada de Bortezomid. Poca cosa, comparada con los tratamientos que reciben otras personas enfermas de cáncer de médula con las que comparto sala en mis breves estancias.

Hoy ha sido un martes especial.

Al llegar solo había una enfermera, cuando normalmente hay al menos tres profesionales que se reparten la sala, dividida en dos estancias, para que puedan caber todos los enfermos que van llegando. Estaba claro que llevaba ya un tiempo en esa situación, porque había varias personas esperando que les pusieran el tratamiento.

Así que, tocaba esperar a quienes íbamos apareciendo en ese momento.

Como suelo hacer, porque la espera no suele ser larga, me quedé en la puerta, hasta que me llamaran.

 

Detrás de mí llegaron una madre y su hija, joven, muy joven. La chica llevaba el tradicional pañuelo en la cabeza que cubre la caída del pelo en los tratamientos más agresivos. Ojos grandes y cierto tono de tristeza latente en ellos.

Venían pidiendo información, pero coincidieron con el momento en que la enfermera cerró las puertas de acceso para cuidar la intimidad en alguno de los tratamientos. Intentaron hacerse un hueco, venían con su problema y pensaban que una respuesta rápida les evitaría esperar innecesariamente.

Me impresionó la enfermera. Estaba saturada, sobrepasada, pero iba manteniendo el orden de sus intervenciones con la tranquilidad exterior de quien sabe que es la clave de la mejor actuación. Cada cosa a su tiempo. Cada tiempo a su cosa.

Así que, con serenidad, pero firmeza también, cerró las puertas para dedicarse a su tarea de ese momento.

Poco después las abrió y entonces preguntó a la familia. Venían a hacerse un aspirado de médula. Con la misma amabilidad y sin preocuparse por lo que quedaba en la sala de tarea pendiente las acompañó a la zona de consultas y ahí entregó su cita.

Pude mirarlas más tranquilamente y sin invadir su intimidad en la distancia. Serenas, como personas ya acostumbradas a pasear por los hospitales, a esperar, a sufrir lo que hiciera falta como parte del proceso de recuperar la vida. Sin sonrisas. Sin charla. Sólo esperar.

Hasta que las llamaron y entraron para su prueba.

 

¿Cómo no compartir el peso que las inunda, aunque no las encorva, no las destruye, pero que está ahí, presente, con su toque de losa, de sentencia pendiente siempre, a la espera de la prueba siguiente, de la analítica del próximo día, de esos parámetros que aparecen en la medida correcta o incorrecta y que marcan la diferencia entre la esperanza y el llanto?

¿Cómo no establecer un vínculo? ¿Lanzar desde la distancia un mensaje de ánimo, de confianza en el paso siguiente, en que todo irá avanzando en la mejor dirección? Un mensaje de hermanas en esa batalla en la que por un lado te vulneran y te agreden pero por otro el objetivo es la vida plena. Y sufres y agradeces.

Ahí estaban y allí estaba yo, hermanas, compañeras, caminantes en este peregrinar. En distintas situaciones; por eso su dolor era único y sólo tocaba acogerlo, acunarlo, dejarle espacio, amarlo y devolverlo envuelto en algodones.

 

Pero ya desde que había llegado a la puerta y ahora que abandonaba la contemplación de la madre y su hija, desde mi posición privilegiada de observadora de la sala de tratamientos, mi atención se centró en otra persona, una mujer relativamente joven, también con su pañuelo en la cabeza.

Lo que atrajo mi mirada era su vestido. La tela era la clásica de leopardo, de falda a medio muslo.

Allí estaba, sentada en su sillón, enganchada a sus bolsas, con un vestido y una postura que, no sé por qué, se me reveló como un magnífico grito que sonaba perfectamente en mi interior: “¡Estoy aquí y estoy viva! ¡Miradme! ¡Soy una mujer y estoy llena de belleza!”

Me admiran y me entusiasman por igual las mujeres que en medio de tratamientos agresivos de cáncer, que afectan al exterior, a la apariencia física, no sé si siempre, no sé si en las ocasiones que pueden, o cuando se lo permite el alma, dedican tiempo, esfuerzo y atención a cuidarse: maquillaje, manicura, vestimenta,…todos los detalles cuentan. Y de ese modo afrontan la experiencia que les está tocando vivir; ya no puede hablarse de sufrir, de padecer; es afrontar, ponerse de cara al momento y decidirse por dar una respuesta de confianza, de victoria en medio de la lucha.

Y así se dirigen al mundo que las rodea, no como víctimas, sino como agentes de su existencia; se alejan de esa zona donde estamos los demás, los que caminamos con la seguridad de que nos queda por delante mucho tiempo (ilusos felices, niños envueltos en frases mágicas que nos permiten dormir por las noches) por lo que las miramos con cierta condescendencia, con algo de pena, con mucho de conmiseración.

Pero no nos podemos encontrar, porque no están ahí. Están de pie, conscientes de su grandeza, presentándola sin tapujos; una grandeza tocada, agredida, violentada, envenenada, herida, pero sólo para regenerarse, para ponerse de nuevo definitivamente en pie, para volver al camino de quienes miran hacia delante sin preocuparse por mañana.

 

Y al contemplar a mi compañera, a mi hermana, se me vino a la cabeza el texto de la resurrección. En un primer momento, salía solo, me dije: “Es Magdalena, vagando por el jardín y preguntando al hortelano para saber dónde han puesto al maestro”; pero no,

¿Magdalena?, no, es el resucitado, es Cristo hoy; soy yo Magdalena y ella me está enseñando su cuerpo con las heridas abiertas para que lo reconozca en ese cuerpo nuevo resplandeciente. Sólo me falta escuchar cómo me llama por mi nombre.

 

Cristo hoy, mujer con cáncer en una sala del Hospital de Día, enganchada a sus bolsas por tubos que se enganchan a través de agujas a unos brazos ya heridos previamente, una y mil veces. Pero esas heridas no son lo que la define, porque están en un cuerpo transfigurado, resucitado.

Y me dejo atravesar por el valor de una mujer vulnerada, vulnerable, en pie, sin desafíos inútiles, sólo mostrando su dignidad, su fuerza interior, su modo de vivirse en una travesía oscura y arriesgada, sin agarres, sin salvavidas, sin seguridades. Dándolo todo. Arriesgándose en todo. Ofreciéndose desde el cuidado de sí misma. Poniéndose en primer lugar.

Así es imposible ver a una oveja llevada al matadero. Lo que encuentro es un cuerpo resucitado y desde la resurrección unas heridas que no indican muerte sino que han decidido convertirse en luz de vida eterna, que han decidido ser heridas iluminadas.

 

Hoy fui al sepulcro para vivir con otros y otras mi camino de muerte en busca de vida y, mientras rumiaba mis historias, mientras aguantaba mi prisa a duras penas, pensando en lo que me esperaba en casa, que tenía que llegar a tiempo, que a ver si me veía la enfermera y conseguía presionar desde la puerta para que me llamara pronto, allí con mi muerte a cuestas, me topé con la hortelana y tuve la inmensa suerte de escucharla pronunciar mi nombre y, al mirar, descubrí al maestro, mostrándose diferente, inesperadamente otro, otra, pero reconocí su voz y contemplé unas heridas luminosas, signo de resurrección.

 

Hay días en que se reciben regalos maravillosos de este Dios siempre nuevo, nueva, siempre gratuito, gratuita, siempre dispuesto, dispuesta, a aparecerse en los rincones de la cotidianidad.

 

Bea Blesa de CVX-Sevilla

0 comentarios