La justicia, cuando lo que se ha producido es un daño grave, suele aceptarse que debe cumplir tres funciones:
- Retributiva, causando al victimario un daño proporcionado al que él causó
- Preventiva, pues la mera existencia de la pena debe servir para evitar futuros delitos a fin de no sufrirla las potenciales víctimas
- Y la rehabilitadora, buscando además la rehabilitación del victimario y su reinserción social.
Hoy sin embargo, se habla cada vez más de la justicia restaurativa, que busca devolver la situación a la anterior a la comisión del delito/daño. Si bien esto es algo imposible (el daño ha sido infligido, y es por tanto imposible borrarlo), se intenta llegar lo más cerca posible de ese ideal.
Cuando nosotros, o alguien de nuestro entorno, sufrimos un daño injusto, lo primero que solemos sentir es el deseo de que quien lo ha causado sufra un daño similar. Y lo último que nos planteamos es el perdón, porque en ese momento y esas circunstancias identificamos perdón con impunidad, con que no va a haber justicia. Que nuestro sufrimiento y el de aquellos a quienes queremos no vale nada, no es nada.
Sin embargo, el perdón es imprescindible para poder avanzar. Como dijo Desmond Tutu, “sin perdón no hay futuro”.
Por ello es necesario ese perdón, que además tiene diferentes facetas. No incluye sólo la más evidente, el perdón al victimario, a quien nos ha causado el daño. Es que además el victimario ha de perdonarse a sí mismo y además dejarse perdonar por sus víctimas. Eso supone asumir sus hechos y las consecuencias de éstos, no justificarse, no pensar que en el fondo no ha actuado mal, que no podía hacer otra cosa. Asume sus actos y la necesidad de ser perdonado.
Y eso es muy difícil.
¿Soy capaz de perdonar a quien me ha hecho daño a mí o a mis seres queridos? ¿Y soy capaz de asumir lo que he hecho, el daño causado, como responsabilidad mía, y la necesidad de ser perdonado? Y finalmente ¿soy capaz de perdonarme?
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