Nadie quiere crecer. O para ser más exactos, nadie quiere envejecer. Sí, ya sé: puede parecerles excesivo, pues seguro que hay gente que está encantada con la edad que tiene y con envejecer. Quizá porque, cada una de sus canas, o de sus arrugas, marcadas a fuego lento por ese compás de espera que es la vida, corresponde a una vivencia. A un sueño, a un deseo, a un proyecto o a un amor, que pasó y que dio forma a su estancia.
Mas lo habitual, suele ser lo contrario. Sea cual sea la edad en la que ubiquemos el estetoscopio, el espejo social devuelve una imagen cansada, fruto del tremendo desgaste que actualmente supone para el ser «el hecho de crecer». Desde los niños, que ya parecen venir estresados de serie –dónde habrá quedado esa etapa lúdica que supuestamente era la infancia hasta los jóvenes que, bien porque no se ven capaces de realizar sus sueños o bien porque cada vez el mundo es más competitivo y con mayores incertidumbres; según defienden algunos expertos, «sienten una demora en ingresar al mundo adulto, lo que retarda su desarrollo madurativo».
Mas lo habitual, suele ser lo contrario. Sea cual sea la edad en la que ubiquemos el estetoscopio, el espejo social devuelve una imagen cansada, fruto del tremendo desgaste que actualmente supone para el ser «el hecho de crecer». Desde los niños, que ya parecen venir estresados de serie –dónde habrá quedado esa etapa lúdica que supuestamente era la infancia hasta los jóvenes que, bien porque no se ven capaces de realizar sus sueños o bien porque cada vez el mundo es más competitivo y con mayores incertidumbres; según defienden algunos expertos, «sienten una demora en ingresar al mundo adulto, lo que retarda su desarrollo madurativo».
0 comentarios