Por David Murillo Bonvehí y Joan Carrera i Carrera SJ
(artículo basado en el cuaderno de Cristianisme i Justicia “Recuperar los bienes comunes, reivindicar el buen vivir”)
Los desafíos sociales (la desigualdad creciente) y medioambientales a que tendrán que hacer frente nuestras sociedades a lo largo de los próximos años nos obligan a repensar el modelo de sociedad en el que vivimos. Para repensar podemos volver la vista atrás o también hacia otras partes del planeta.
Algunos hablan de la recuperación de los comunes, que tienen un origen histórico en las tierras comunales y otros elementos, como podrían ser en el ámbito más rural: un horno, un molino para triturar los cereales, el agua para regar…Existían en economías precapitalistas y eran bienes gestionados por comunidades pequeñas. Eran bienes públicos a los que todo miembro de la comunidad podía tener acceso. Una cierta definición del concepto sería: un recurso se convierte en común cuando la comunidad o red de personas se encarga de su cuidado. Los comunes formaban parte fundamental de la estructura jurídico-política de la primera Edad Media europea, antes de que la progresiva liberalización los fuera privatizando.
Suponen crear una cierta comunidad que defina qué se comparte y cómo se comparte. Y se pone en valor la reciprocidad empática distinta de la reciprocidad monetaria o instrumental (tan propia del sistema capitalista), del dar esperando algo a cambio.
Suponen un autogobierno local de los recursos compartidos y una autoadministración donde todos los miembros son partícipes. Se crean mecanismos de decisión que descansan sobre la deliberación y el diálogo, otorgándose especial importancia tanto al resultado del proceso deliberativo como al proceso mismo. En el ámbito de los valores, se sustituye el imperativo del “tener”, por sistemas productivos donde prevalece el hacer juntos y compartir herramientas.
Todas las manifestaciones de comunes apuntan a una nueva manera de entender la propiedad, con un marcado componente relacional, cuestionando la absolutez de la propiedad privada. El pensamiento hegemónico occidental ha conseguido aniquilar la memoria histórica en torno a este derecho. En el Código de Justiniano (años 528-534), fundamental para entender la codificación posterior de nuestro Derecho Civil, observamos que clasificaba la propiedad en: res pública, que el Estado poseía y administraba en nombre de los ciudadanos (por ejemplo, infraestructuras); la res communis, donde una comunidad era la propietaria (por ejemplo, parcelas de suelo); la res nullius, que no era propiedad de nadie (la atmósfera, los océanos, los peces, los animales salvajes…); y finalmente, la res privatae, propiedad privada y exclusiva, que actualmente parece construirse en el imaginario colectivo como única forma de posible propiedad.
En la actualidad los comunes adoptan multitud de nombres y se establecen, a menudo, dentro del marco de la economía llamada social: el cooperativismo y las plataformas digitales cooperativas, la economía del bien común, el neo-ruralismo o el movimiento por el decrecimiento. Algunas de éstas inciden en aspectos concretos de nuestra vida en común, ofreciendo alternativas al modelo sociopolítico actual: los movimientos de profundización democrática, la lucha por una vivienda digna, las cooperativas de consumo, las de producción agrícola… Últimamente, algunos autores han llegado a incluir en el marco de los comunes las comunidades virtuales creativas, ligadas a las redes digitales globales, comunidades que irían desde la Wikipedia, como enciclopedia gratuita y colaborativa, hasta las más polémicas monedas digitales realizadas con tecnología blockchain. El mundo digital, sin duda, amplía el marco de gestión y aplicación de los principios de los comunes, pero comporta igualmente peligros específicos que pueden desvirtuar la misma lógica comunitaria, convirtiéndola en subordinada de las nuevas formas de individualismo y explotación, o, incluso, al reforzamiento de los principios de propiedad privada. En definitiva, activar la lógica de los comunes requiere incluir un acceso igualitario, universal y global de todos los recursos, pero también una lógica anticonsumista.
Cada común responde y plantea de maneras diferentes estas características descritas. Por ejemplo, no es lo mismo una cooperativa de consumo, que una cooperativa agrícola, una red digital compartida, un grupo de pescadores que comparten una zona del litoral o utensilios como redes o embarcaciones, o un grupo de campesinos que comparten el uso de tierras, del agua…
Los comunes cuestionan muchos de los valores hegemónicos actuales: la noción de éxito personal, la libertad atomizada, la relación del individuo con la naturaleza, el individualismo, la primacía del derecho de propiedad…
Los comunes hasta hoy y de manera inevitable están llamados a interactuar con el resto del sistema económico y social para proveerse de (o proveer) bienes y recursos. La economía de estos comunes, pues, difícilmente será independiente del sistema actual, ya que muchos de los eslabones de su funcionamiento solo se encuentran en mercados regidos por las reglas del sistema capitalista.
Sus propuestas, parciales, incluso experimentales, abren espacios alternativos de organización que buscan asegurar un futuro sostenible para la humanidad. Los cambios postulados también requieren transformaciones similares en el seno del modelo educativo que, particularmente en Occidente, se encuentra subordinado a las necesidades del sistema económico-social vigente.
Otras culturas con nombres diferentes mantienen planteamientos parecidos. Nos centraremos en El Buen vivir (Sumak Kawsay) de las tradiciones de América Latina, que puede considerarse una filosofía de vida basada en la armonía del individuo con la comunidad, con los otros seres vivos y la naturaleza. Una filosofía que coge fuerza a inicios del S. XXI por tres motivos: la emergencia de los movimientos indigenistas en la vertiente sociopolítica en el sur global; el descrédito del Estado nación; y la recientemente impulsada reforma constitucional en países como Ecuador y Bolivia, que incorporó en su redactado los principios que ahora presentamos. A pesar de sus orígenes ancestrales, este es un modelo que ha sido reanudado y recreado desde las vivencias de los pueblos indígenas y a partir de su forma ancestral de construir la convivencia y relacionarse con la naturaleza. El Sumak Kawsay es un modelo de desarrollo y convivencia que tiene que darse en un territorio concreto en el que interactúan elementos materiales y espirituales. Este territorio tiene tres esferas: la huerta, que proporciona el sostén básico; la selva, que posibilita la carne de caza como complemento de la dieta y otros materiales y el agua terrestre, de la cual se obtiene el agua doméstica y también el pescado que sirve de complemento alimentario. Para obtener estos recursos del territorio, la persona necesita tener fuerza interior (samai), conducta equilibrada (sasi), sabiduría (yachai), visión de futuro (muskui), perseverancia (ushai) y compasión (llakina). Estas virtudes el individuo las va aprendiendo dentro de la comunidad a partir de todo un proceso basado en la experiencia y el conocimiento de los mitos. También hay una dimensión ética, unos valores en el Sumak Kawsay. Estos son la armonía doméstica que se concreta en la comida, el beber y hacer el amor; la solidaridad o compasión (llakina), la ayuda (yanapana); la generosidad (kuna); la obligación de recibir (japina); la reciprocidad (kunakuna); el consejo (kamachi) y la escucha (uyuna). Desde estos valores se estructura la economía de la comunidad y es precisamente esta estructura de la economía la que ha llamado la atención de los movimientos para repensar alternativas. Una economía que se basa en la autosuficiencia y la solidaridad, es decir, en obtener de la naturaleza aquello que se necesita y compartir los excedentes. Cuando la unidad familiar tiene problemas, la comunidad interviene mediante la generosidad y la reciprocidad. Otras formas de solidaridad no están relacionadas con bienes sino con servicios y aparece el trabajo comunitario y el trabajo en beneficio de una familia. En este modelo no existe la idea de la acumulación de bienes y no se considera conveniente el enriquecimiento, ya que rompe la armonía social basada en la equidad. Subrayamos un elemento importante: una vida llena no se puede dar al margen de la comunidad (ayllu), una comunidad que participa en su destino y donde las decisiones se toman por consenso. Estos pueblos conciben la naturaleza (Pachamama) de forma holística y tienen que cuidarla como un ente del cual forman parte. Por eso, por ejemplo, si tienen que tomar de ella lo que necesitan para subsistir, le piden permiso mediante rituales y agradecen sus dones con ofrendas. Este Buen vivir, en resumen, es un pensamiento colectivo, que recupera aquella dimensión local que abraza todos los ámbitos de la vida y que tiene presente la memoria, es decir, no rompe con las tradiciones ancestrales. Es un tipo de pensamiento opuesto al pensamiento occidental, de pretensión universalista, fragmentado, individual y profundamente ahistórico.
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Y mirando a África, aparece el concepto de Ubuntu (yo soy porque nosotros somos)
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