
A menudo se teme al que invade nuestro ámbito. Desgraciadamente esta reacción como la de migrar es, también, una pulsión animal. Es el miedo a lo desconocido y al desconocido. No son sus diferencias las que nos turban (sólo tenemos que pensar la inquietud que nos provoca cualquiera que de pronto se cuela en el ascensor que ocupamos), es el instinto de “competencia” agitando el espacio vital que tenemos por propio.
Este sentimiento es primitivo, como primitivas son las veleidades que las amparan: el color de la piel, la religión, la lengua, las costumbres… Todas estas alegaciones son falsos pretextos que sostienen, precisamente, los que aspiran a explotar barato el trabajo de otras personas. Si un extranjero no es sujeto; es decir, es un ser invisible y sin derechos, se convierte en un objeto, del que se puede abusar con impunidad civil y moral. Así se labra el discurso esclavista. Una sociedad que acepta codiciosa el trabajo del inmigrante pero no acepta su participación social, es una sociedad proclive al esclavismo. Hemos visto esa conducta de exclusión hasta hace muy poco en EE.UU o en Suráfrica. El negro trabajando para el blanco pero sin “competir” en su espacio; completamente segregado en los servicios y usos públicos: urinarios para negros, autobuses para negros, aceras para negros… Sin embargo, esos negros eran “competentes”, y tanto… Ahí están Mandela y Obama.
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