El lenguaje y las palabras son un arma. No dejan marcas físicas, pero sí cicatrices. Las palabras se pueden convertir en piedras pesadas que nos hunden y nos cargan, o pompas de jabón que nos inspiran a flotar y volar en dirección a nuestros deseos más profundos.
Cuando nos enzarzamos en la dialéctica y defendemos nuestras posiciones con un lenguaje excluyente (a pesar de usar palabras correctas y educadas), estamos reforzando el conflicto. Cuando hablamos del “yo” y “los míos” como única forma de acercarnos a la verdad, hacemos que la otra parte se sienta fuera. Cuando no preguntamos la opinión del otro porque no la necesitamos al sentirnos poseedores de la razón única, y en vez de opinar, dictamos sentencia, es altamente probable que la otra parte no se atreva a mostrar su parecer con libertad.
Sin embargo, cuando aun estando muy seguros de nuestro parecer y siendo conscientes de que los demás no tienen por qué opinar como nosotros, ocurre que procuramos ser delicados y respetuosos con ellos, cuidamos el lenguaje, las palabras, los pronombres de una forma más delicada. Somos inclusivos aún sabiendo que estamos ante personas que opinan diferente y estamos dispuestos a acogerlas en nuestro corazón. Nos sentimos unidos en la diferencia.
¿Cómo podemos hablarnos en nuestra vida cotidiana para sentirnos unidos a los diferentes? ¿Cómo trato de ser inclusivo con el lenguaje con aquellas personas que piensan distinto a mí? ¿Brotan de mí las palabras adecuadas para poder respetar y aceptar al otro?
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