Por Diego Loras Gimeno
Versión original y extendida en Cristianisme i Justícia
La historia de Pilar
Pilar vive en un pequeño municipio de menos de cincuenta habitantes. Por las mañanas, prepara el desayuno antes de coger el coche para llevar a sus hijos al colegio. Desde que cerró el único bar del pueblo, no sólo ha perdido la posibilidad de tomar el desayuno en ese establecimiento, sino de socializar con otros vecinos que solían verse allí al inicio o al final de la jornada. El colegio más cercano está a 35 minutos por carretera y no existe transporte escolar que pase por el municipio para llevar a los alumnos. En cualquier caso, peor es lo del hijo mayor, que para ir al instituto se ha tenido que marchar a vivir a la capital de lunes a viernes. Tras más de una hora para llevar a sus hijos al colegio, Pilar regresa al pueblo donde empieza su jornada: regenta una pequeña empresa. Hoy sopla el viento en el pueblo e internet no funciona. Otro día que no puede poner al día sus facturas digitales ni intercambiar correos con proveedores y clientes. Tenía una videollamada programada, pero tendrá que aplazarla o coger el coche para ir a un municipio cercano donde sí tienen buena conexión.
Pilar está también al cuidado de sus padres, algo mayores, que siguen viviendo en el pueblo. El médico rural visita el pueblo un día a la semana durante dos o tres horas. Si en cualquier otro momento necesitan atención médica, el centro de salud más cercano está a algo más de media hora en coche. Si tienen que ir al hospital, el tiempo se duplica. La mayoría de ancianos del pueblo tienen que marcharse cuando no les renuevan el carné de conducir, ya que pierden toda accesibilidad para hacer las compras básicas o ir al médico.
La historia de Pilar es la de miles de personas que viven en los más de 1.300 municipios de España con menos de cien habitantes. El mundo rural es un lugar con potencialidades para ofrecer un proyecto de vida a mucha gente. Sin embargo, una multiplicidad de factores políticos y socioeconómicos ha llevado a que nuestro país tenga un medio rural que sufre la despoblación a un ritmo acelerado.
¿Por qué es necesario vertebrar el territorio?
En España, el 30% del territorio concentra al 90% de la población. 42 de los 47 millones de habitantes del país viven en 1.500 municipios. El 70% restante del territorio está poblado por cinco millones de personas que se encuentran dispersas en más de 6.500 municipios. Además, las pirámides demográficas de los pequeños municipios no son iguales al resto: en la mayoría, no hay niños y, en muchos, tampoco adolescentes. Abundan las personas jubiladas y hay más hombres que mujeres. Estas diferencias, más abultadas que en la mayoría de los países europeos, tienen numerosas consecuencias políticas, económicas y sociales.
El fenómeno de las migraciones desde entornos rurales hacia las ciudades viene ocurriendo desde los años sesenta, con la progresiva mecanización del campo e industrialización del país. Sin embargo, frente a lo que pueda parecer en un primer momento, la despoblación de amplias áreas de municipios en España no era algo que el crecimiento económico requiriese y que las políticas públicas no pudiesen frenar. Pero no fue así. Las políticas del desarrollismo franquista crearon polos de desarrollo industrial que hicieron que unas provincias progresaran y otras se despoblasen. Cataluña, el País Vasco y Madrid, junto con el litoral mediterráneo, se beneficiaron de estas decisiones políticas. De este modo se configuró lo que hoy conocemos como «la España vaciada», que vendría a ser la gran mayoría del territorio nacional, exceptuando la capital con su área metropolitana y las regiones del litoral mediterráneo. Cierto es también que en este litoral la realidad no es homogénea y que son muchas las zonas interiores del mismo, las que han perdido población los últimos años.
La alternativa a este modelo hubiese sido un desarrollo mucho más repartido. En la actualidad algunas políticas de desarrollo rural han promovido polígonos industriales en las capitales de comarca o en los municipios de la zona. Estos polígonos están muchas veces vacíos. El momento adecuado para instalarlos era ese primer desarrollo industrial, donde la gente no tendría que haber cambiado su municipio de residencia para conseguir un empleo, pero se apostó por una concentración industrial para favorecer una hipotética mejora de la efectividad y la productividad de la economía. Sin embargo, de igual manera que la economía tiene unos beneficios de aglomeración que explican por qué las empresas tienden a instalarse en lugares donde hay más empresas, también hay unos costes de aglomeración que perjudican a los contextos con masificaciones económicas y poblacionales. Es por ello por lo que, frente a lo que se suele creer, las ciudades que más crecen son las pequeñas o medianas. Pero la inercia de creer que la concentración es positiva hace que se siga apostando por políticas que acumulan la población en grandes ciudades frente a los pueblos.
Un buen ejemplo también lo hallamos en el desarrollo de las infraestructuras ferroviarias, donde se ha priorizado un tren de alta velocidad, con pocas paradas, que conecta las principales ciudades, a otra alternativa (seguida por muchos países europeos) de un tren que pueda hacer más paradas, sacrificando parte de la velocidad para vertebrar el territorio de una forma eficiente.
A raíz de este vaciamiento de amplias zonas, estos municipios han visto cómo la economía local se ha hundido progresivamente. A ello se ha unido el desmantelamiento de servicios públicos como la sanidad, la educación, la seguridad o el ocio y la cultura, debido a la ineficiencia en prestar dichos servicios en núcleos pequeños de población. La realidad de las personas que hoy viven en zonas despobladas es la de municipios con servicios públicos inexistentes o muy precarios, que dependen absolutamente del vehículo privado para acceder a ellos yendo al pueblo grande o la pequeña ciudad más cercanos. Así, un contexto como el rural que puede aportar una tremenda calidad de vida se convierte a menudo en una zona difícil para habitar.
En términos de sostenibilidad, los problemas que causa la despoblación también son notables: cada verano escuchamos con horror cómo se queman enormes extensiones de bosques en nuestro país. Su abandono, antaño cuidados por ganaderos que desarrollaban su labor profesional en esas áreas, los convierte en presa fácil de un fuego, que de otra manera no se habría producido.
La gran movilización de la España vaciada que tuvo lugar en Madrid el 31 de marzo de 2019 puso encima de la mesa el tema de la despoblación y los desequilibrios territoriales. Allí, movimientos sociales y plataformas ciudadanas de todos los rincones del país mostraron su hartazgo ante unas políticas públicas que les habían dejado de lado y que son responsables directas del vaciamiento al que se les ha sometido. Pedían igualdad de oportunidades y derechos para toda la ciudadanía, independientemente de si se vive en una zona urbana o en una rural.
¿Tiene sentido hablar de justicia espacial?
En el enfoque de las capacidades propuesto por el economista Amartya Sen, «la pobreza no es solo la falta de recursos, sino la falta de libertad para llevar a cabo los planes de vida que cada uno tiene razones para valorar». En este sentido, podemos plantear que la falta de infraestructuras y servicios públicos en la España vaciada es un elemento que resta libertad a sus ciudadanos para llevar a cabo sus planes de vida. Si pensamos en una persona cuyos planes de vida buena pasasen por vivir en algún pueblo de la España vaciada, es fácil constatar que va a tener numerosos elementos que le dificulten mucho el llevar a cabo su proyecto: desde la falta de conexión a internet hasta la ausencia de centros de salud cercanos o de colegios donde escolarizar a sus hijos, pasando por la falta de infraestructuras que posibiliten la conexión con centros de mayor densidad. Para solucionar este problema, es necesario entender que la categoría de justicia social puede quedar un poco abstracta o vaga frente a este reto concreto: no se busca una mera redistribución de la riqueza o aplicar una perspectiva rural. Es necesario hablar de una justicia espacial que posibilite el debate sobre el perjuicio causado hacia ciertos territorios.
El geógrafo Edward W. Soja fue el primero en plantear el concepto de justicia espacial. Para explicar su significado, en su libro En busca de la justicia espacial cuenta la siguiente anécdota: «En 1996, el sindicato de conductores de autobuses de Los Ángeles denunció a la autoridad de transporte por discriminación espacial. Decía que se habían invertido millones de dólares en las redes de metro y tren que daban servicio a una pequeña parte de la población, precisamente la rica y blanca que vivía en las zonas residenciales, mientras que, al mismo tiempo, habían subido las tarifas de los autobuses, el único servicio del que disponía el grueso de la población pobre de los suburbios que no podía tener coche, pero que era tráfico dependiente y necesitaba el autobús para vivir y trabajar. Demostraron los errores de planificación y, al cabo de los años, ganaron. Se repartió la inversión, se mejoraron la flota y las redes de autobuses, hubo más vigilancia en las paradas y no subieron las tarifas. Necesitamos justicia espacial».
Pese a que este concepto de justicia espacial nació aplicado al urbanismo y a la justicia entre los diferentes distritos de las grandes ciudades, intuitivamente podemos entrever su aplicación al problema de los territorios despoblados, en general, y la España vaciada, en particular. La planificación de infraestructuras y otras políticas públicas ha estado tradicionalmente centralizada en los polos desarrollados del país. Esta estructuración del poder ha caído de manera evidente en una miopía centralista según la cual se han pasado por alto algunos territorios que han sufrido un agravio comparativo en lo que a inversión pública se refiere. La justicia espacial reclama, entonces, un derecho a la igualdad de oportunidades con independencia de la provincia o del territorio donde se habite.
Esta perspectiva de justicia espacial requeriría una corrección de los planes públicos de inversión para el futuro, como, por ejemplo, los planes de infraestructuras o de creación de instituciones. La desconcentración de instituciones del Estado y de las comunidades autónomas es un buen punto de partida. El efecto capitalidad que las instituciones generan si no se reparten por el territorio es parte de la injusticia espacial que debe corregirse. También se requeriría el fortalecimiento de ciertos servicios públicos que son de peor calidad en estos territorios despoblados. Para cambiar el paradigma es necesario que los criterios para diseñar políticas públicas tengan en cuenta la dimensión de la justicia espacial por encima de criterios cuantitativos de población, pues acaban generando acumulación únicamente en aquellas urbes ya de por sí aglomeradas y vaciamiento en aquellas zonas ya de por sí despobladas.
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