Nuria Ferré Trad, CVX Padre Arrupe en Madrid
(Foto: VaticanMedia)
Hace varios años, en 2013, el Papa Francisco pronunció su discurso sobre la globalización de la indiferencia en la isla de Lampedusa tras un naufragio (uno de tantos…) que en ese momento conmocionó a la sociedad italiana y europea:
“La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne!”.
Sus palabras siguen muy vigentes a día de hoy. Nos hemos acostumbrado a ver en los medios de comunicación todo tipo de desgracias en torno al fenómeno migratorio y me pregunto si no nos hemos insensibilizado ante uno de los mayores dramas del mundo actual. Son titulares que, de tanto repetirse, acaparan nuestra atención momentáneamente para después fijarnos en la siguiente noticia sin que nos dé tiempo a profundizar ni a empatizar con las historias de vida existentes detrás de cada suceso.
Sin ir más lejos, durante este curso, en nuestro propio país hemos sido testigos de varias situaciones de emergencia ante las que se han dado diferentes respuestas. En un primer momento, el incremento de las llegadas a las Islas Canarias nos trajo imágenes tan horribles como las de miles de personas hacinadas en el muelle de Arguineguin, mostrando la incapacidad institucional de dar una respuesta adecuada por falta de previsión. O imágenes como el hallazgo en la arena de una de las playas canarias del cuerpo de una niña pequeña fallecida. Y es que durante varios meses las Islas Canarias han albergado a miles de personas migrantes y refugiadas a las que no se les ha dado la posibilidad de moverse por el resto del territorio español y europeo, hasta que finalmente el Gobierno decidió construir grandes macro-campamentos para alojarlas allí, algo que nunca había ocurrido antes en España, pero cuya lógica se ha mostrado ineficaz en otros puntos de la UE, como es Grecia (basta con recordar el incendio en el campo de refugiados más grande de Europa, en Moria, hace ahora un año). También recientemente hemos podido comprobar, nuevamente, cómo las personas migrantes y refugiadas, que únicamente tratan de salvar su vida o al menos de vivir con un mínimo de dignidad, han sido utilizadas como moneda de cambio tras la crisis política entre Marruecos y España (y la UE) cuando cientos de personas entraron en Ceuta. Quizá lo más alarmante de estas escenas fuese la presencia de cientos de menores de edad solos. Finalmente, fuimos testigos de varias devoluciones automáticas a Marruecos, que, además de ser moralmente reprobables, son del todo ilegales. Esta crisis acaparó titulares durante varios días, pero, tras ello, me atrevo a asegurar que muchos desconocemos lo que realmente ocurrió con todas las personas llegadas. Sin apenas darnos cuenta, de nuevo la indiferencia es la que predomina.
Todos estos acontecimientos nos muestran que la respuesta política que se da al fenómeno migratorio siempre se realiza desde una óptica de frenar un supuesto efecto llamada. Esta visión de los hechos es parcial y desde luego que no se corresponde con la cruda realidad que viven las más de 80 millones de personas forzosamente desplazadas a nivel mundial. Además, un tema especialmente preocupante que se ha dado en los últimos años, ha sido el incremento del racismo y xenofobia por en algunos sectores de la población, muchas veces motivado por discursos políticos tergiversados y oportunistas (sirva como ejemplo el caso de los MENAS: hasta hace unos años prácticamente nadie prestaba atención a estos niños y niñas, pero ahora, como consecuencia de su injusto señalamiento, se ha creado en el imaginario social la falsa percepción de que suponen un problema de seguridad).

(Foto: Bernat Armangue -mujer joven abrazando a una de las personas que llegó a Ceuta tras cruzar desde Marruecos a nado en mayo de 2021)
Pudiera parecer que no hay nada que hacer, que es un tema político, que se nos escapa como ciudadanos. Pero como cristianos, no podemos permanecer callados ante estas situaciones y cada cual, desde su lugar en el mundo, podríamos tratar de contribuir a que el debate en torno al fenómeno migratorio sea real, riguroso y especialmente humano, y, en definitiva, a acoger e integrar de la manera más fraterna posible (FT 77). La globalización de la indiferencia, por desgracia, ha ganado mucho terreno (resuena la pregunta de Caín: “¿Acaso yo soy guardián de mi hermano?”), pero el Papa Francisco, uno de los mayores defensores de los derechos humanos de las personas migrantes y refugiadas, nos invita como cristianos, a responder de otra manera. En la Encíclica Fratelli Tutti, el Papa Francisco vuelve a recordarnos, varias veces, el problema de la indiferencia que nos empaña hoy en día y nos hace buscar excusas para no abordar el tema desde la responsabilidad individual que cada cual tenemos. Nos da varias claves, desde la fraternidad, para intentar responder de manera más justa. No es la primera vez que se posiciona de esta manera ante el fenómeno migratorio. En varias ocasiones a lo largo de los últimos años ha mencionado que “los muros no son la solución”, recordando asimismo que la Unión Europea tiene un deber legal, fundamentado en muchos de los valores que llevaron a su creación, de solidaridad con las personas refugiadas y migrantes.
Son varias las claves que creo que pueden rescatarse de la Encíclica Fratelli Tutti y que pueden ayudarnos a vencer esta indiferencia. El Papa Francisco recuerda que se trata de un tema complejo, pero que mientras que los países de origen no reúnan unas mínimas condiciones que ayuden a que las personas puedan ejercer un posible derecho a no emigrar, debemos trabajar por acoger, proteger, promover e integrar a todas estas personas (FT 129). Es más, en la Encíclica, se mencionan varias propuestas (FT 130-131) que los Estados podrían llevar a cabo pero que creo que no realizan de la manera más adecuada, recordando asimismo la importancia del establecimiento de políticas solidarias entre todos los Estados de la comunidad internacional (FT 131) para llegar a soluciones que favorezcan tanto a la población migrante y refugiada como a los propios Estados de acogida. Podemos citar como ejemplo la falta de vías legales y seguras de acceso a territorio seguro, como sería, entre otras medidas, la facilitación de visados para que las personas no se vean forzadas a arriesgar sus vidas en largos recorridos peligrosos, medida que no solo ayudaría a las personas forzosamente desplazadas, sino que también aliviaría en cierto modo la presión que padecen en términos de acogida los países limítrofes a los conflictos.

(Foto: Catholic Relief Services)
En cuanto a nosotros mismos, como ciudadanos cristianos, es normal que puedan surgir reticencias, miedos o barreras El propio Francisco es consciente de que “ante las personas migrantes algunos tengan dudas y sientan temores. Lo entiendo como parte del instinto natural de autodefensa. Pero también es verdad que una persona y un pueblo solo son fecundos si saben integrar creativamente en su interior la apertura a los otros. Invito a ir más allá de esas reacciones primarias, porque el problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro” (FT41). Un gran ejemplo de vencimiento de estos miedos es la historia del buen samaritano, también citada en la Encíclica.
Por todo ello, y ante la falta de respuestas adecuadas por parte de los Gobiernos, por un lado, y la indiferencia y el miedo que puedan aparecer en nosotros mismos, por el otro, es preciso que tratemos de acercarnos a nuestros hermanos migrantes y refugiados en clave de fraternidad y hospitalidad. Ojalá seamos capaces de aprender a mirar desde el corazón esta realidad, que como cristianos nos duele y a hacerla nuestra, siendo conscientes de que aquellas personas excluidas por razón de su origen, podríamos ser nosotros mismos y que todos formamos parte de una común humanidad (“Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él” (1 Co 12,26)). Ojalá, en alguna ocasión, nos convirtamos en el buen samaritano que no sólo mira y atiende a los excluidos, sino que dedica parte de su tiempo a ellos, experimentando el gozo que Jesús prometió con sus palabras “fui forastero y me acogisteis” (Mt 25, 35). Cada cual, podemos intentar no dejarnos llevar ni por la indiferencia ni por el miedo, inspirarnos en la Encíclica Fratelli Tutti y hacer nuestras las palabras de San Pablo: “No olvidéis la hospitalidad por la cual algunos sin saberlo acogieron a ángeles” (Hb 13, 2).
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